Con la llegada a la Luna cambió nuestra visión de la Tierra
A LAS 22.56 horas de esta noche, hora de Cabo Cañaveral, cinco horas más en Madrid, dos hombres, Neil Armstrong y Buzz Aldrin, por este orden, pisaban por primera vez la superficie de la Luna. «De todos los logros de la humanidad en el siglo XX -y también de todos nuestros gigantescos fallos- es el acontecimiento que dominará los libros de Historia dentro de 500 años», recordaba ayer en la CNN Walter Cronkite, fallecido el viernes, en una entrevista grabada antes de morir con Larry King.
Mito y folclore, cine y poesía, sueño y metáfora, referencia y espejo� todo lo que había sido el satélite natural de la Tierra desde que el Homo sapiens tuvo conciencia de ser se transformó aquella madrugada de 1969, gracias a la televisión, en una nueva visión de nosotros mismos. Nos permitió ver como nunca habíamos visto la excepcionalidad y vulnerabilidad de nuestro planeta, y, de paso, la responsabilidad de cuidar la frágil nave en la que navegamos. De aquella visión surge la conciencia ecologista que, 40 años después, por fin, empieza a dominar la agenda de todos los gobiernos.
Además de revolucionar la percepción de nosotros mismos, las seis misiones con éxito a la Luna tuvieron un impacto muy beneficioso en la ciencia, en la tecnología, en la política y en la educación. Sin su legado en el conocimiento de nuevos materiales y de la aerodinámica, la industria aeroespacial jamás habría llegado a ser lo que hoy es. Sin su impulso, ni las telecomunicaciones ni los ordenadores se habrían modernizado a la velocidad que lo han hecho: ¡un teléfono móvil actual tiene más memoria que el ordenador del Apolo 11!
Cualquier becario de la NASA conoce el manual de los 13 avances tecnológicos cruciales que, gracias al programa Apolo, revolucionaron desde entonces la vida en la Tierra, desde los sistemas de aislamiento de edificios hasta la purificación del agua contaminada. Y qué decir de los 382 kilos de rocas traídos por los astronautas, de enorme utilidad para comprender la historia de la Luna y de la Tierra. Esas rocas, por cierto, bastarían para acallar las estúpidas teorías que ponen en duda la hazaña.
Lo más importante, como dijo el presidente Obama en la Academia de Ciencias, es «la explosión de creatividad y de curiosidad» que, gracias a la sacudida mental del 69, multiplicó las vocaciones científicas y la inversión de recursos en investigación y tecnología. El Silicon Valley es sólo un botón de muestra de aquella explosión.
Aquel pequeño paso para un hombre, enorme para la Humanidad, no habría sido posible sin el espíritu de superación de los años 60 y sin la carrera en todos los ámbitos entre dos superpotencias. Los doce afortunados que, entre 1969 y 1972, fecha del último viaje tripulado, pisaron la Luna, creyeron, como la mayor parte de los habitantes de la Tierra de entonces, que, 40 años después, tendríamos viajes rutinarios al satélite, bases permanentes en su superficie y vuelos tripulados a Marte. La realidad ha sido muy distinta. Nixon canceló el programa Apolo y recortó drásticamente el presupuesto de la NASA. La URSS, arruinada por el altísimo precio del maratón de la Luna, perdió todo interés. Aunque Bush aprobó un nuevo programa, Constelación, para regresar a la Luna en 15 o 20 años y, desde allí, preparar el salto a Marte, todo está en el aire. La comisión nombrada por Obama para diseñar el futuro de la NASA presentará sus primeras recomendaciones en agosto.
Cuarenta años después no tiene mucho sentido volver a la Luna, como pretenden los chinos, para hacer lo mismo que hicieron los americanos. Tampoco es imprescindible, como repite Aldrin, volver a la Luna para llegar a Marte. Parece más sensato poner a punto antes nuevos sistemas de propulsión. La idea de explotar yacimientos en la Luna, en el horizonte del siglo XXI, no tiene mucho sentido, ni económico ni medioambiental.
Los desafíos en la Tierra del hambre, la desigualdad, la contaminación, el paro y el desarrollo sostenible son demasiado serios para dilapidar 100.000 o 200.000 millones de dólares durante los próximos 15 o 20 años en aventuras espaciales sin un enfoque claro, sin unos límites razonables y, lo más importante, sin una estrategia conjunta de las principales potencias del mundo.
Hoy, EEUU, Rusia, China, Japón, la India y Europa invierten, en conjunto, 30.000 millones de dólares anuales en sus programas espaciales. Cada uno trabaja en cohetes y en cápsulas diferentes. El orgullo nacional explica este pulso absurdo. Pero los altísimos costes y los objetivos e intereses en juego exigen, como se demostró a partir de 1998 con la Estación Espacial Internacional, que la carrera espacial ha de entenderse como una empresa de la Humanidad y no como otra batalla terrestre.
La influencia que la Guerra Fría tuvo en el proyecto Apolo debería enseñarnos, 20 años después del fin de aquel conflicto, que el futuro de la Tierra es responsabilidad común y que la exploración espacial, de la que antes o después puede depender ese futuro, debería estar por encima de las rivalidades nacionales.
La luna está en el botehttp://www.youtube.com/