El pasado sábado, haciendo un recorrido fotográfico por la costa y a pesar del frío, me animé a dejar atrás la Ría de Vigo para adentrarme en la montañosa fachada atlántica del sur de la provincia de Pontevedra, donde se levanta uno de los lugares más evocativos de la zona: el Monasterio de Santa María la Real de Oya. Situado en el centro de un bello pueblo marinero y fundado en el siglo XII, el formidable edificio -hoy en mal estado- vivió una de las hazañas militares más curiosas -y me temo también que de las más olvidadas- de la historia de España, un hecho de armas por el que los monjes cistercienses de ese monasterio fueron conocidos a causa de su destreza como artilleros.
Y es que la presencia de piratas musulmanes en esas costas llevó hace siglos a la Corona a encomendar a los monjes una doble labor de vigías y de artilleros, utilizando el campanario del monasterio como torre de observación y asignando al Abad el rango de general y el mando de la defensa local, con hazañas como la ocurrida en 1624. Pero antes de relatar aquel suceso, hemos de remontarnos un poco en el tiempo.
El Monasterio de Oya se convierte en una fortaleza armada
En 1616, un año antes de su muerte, el sultán Ahmed I Bakhti, monarca del Imperio Turco, ordenó una ofensiva naval que infestó las costas de Galicia de bajeles musulmanes. Una parte de la escuadra se internó en la Ría de Vigo, atacando varias poblaciones, plantando fuego a casas e iglesias, matando a multitud de paisanos y llevándose -para reducirlos a la esclavitud- a otros muchos de ellos. En 1621 el Abad de Oya solicitó ayuda a Rodrigo Pacheco Osorio, Capitán General de Galicia y tercer Marqués de Cerralbo, ante el acecho de los invasores. Como respuesta, el Capitán General ordenó al capitán y al alférez de su destacamento en la zona residir en el monasterio, no descuidarlo nunca y entregar a los monjes varias piezas de artillería que asegurasen la defensa de esa plaza costera.
Así pues, el recinto religioso, con su gran muralla mirando al mar, se convirtió en un fortín. Los monjes se ocuparon de reparar las piezas de artillería (sólo dos de ellas llegaron en un estado adecuado para su empleo) y prepararon la pólvora necesaria para dispararlas. La dotación militar del monasterio se completó, además, con una buena dotación de arcabuces.
El combate entre los monjes y una pequeña escuadra turca
Corría el 20 de abril de 1624 cuando un navío francés y otro portugués (hay fuentes que señalan que este último era inglés) llegaron a la cala del Monasterio de Oya huyendo de cinco bajeles turcos que intentaban darles caza. Al ver lo que ocurría, los monjes lanzaron varias barcas para recoger a la tripulación de los barcos que se habían refugiado en la ensenada, pues ante el peligro que se cernía sobre ellos prefirieron poner sus vidas a salvo y abandonar los navíos. Las campanas del monasterio empezaron a tocar a arrebato llamando a los paisanos a la defensa. Se cargaron los cañones situados en los muros que daban al mar, y tanto sus bocas como los arcabuces empezaron a vomitar fuego en dirección a las naves turcas.
Los musulmanes tuvieron la mala suerte de que en el Monasterio de Oya estaba por aquel entonces el hermano Anselmo, un monje de larga barba que en su juventud había ostentado el rango de capitán en los Tercios de Flandes. Debido a su experiencia militar fue él quien asumió la dirección de la defensa al cabo de tres horas de un duro cruce de descargas artilleras entre los cañones del monasterio y los navíos turcos, mientras se desarrollaba una frenética actividad en el pueblo, que se repartía entre la defensa y el transporte de agua en cubos para apagar los incendios provocados por los tiros de los turcos.
“¡Éste va en nombre de la Virgen de Oya!”
Cuentan las crónicas que, cuando llevaban disparados quince cañonazos sin dar ninguno en el blanco, el hermano Anselmo gritó mientras salía el décimo sexto disparo: “¡éste va en nombre de la Virgen de Oya!” Al disiparse el humo, los defensores de Oya vieron que uno de los navíos turcos había sido alcanzado y hacía aguas, naufragando al poco rato y llevándose consigo al fondo del mar a la barca que navegaba a su vera. Perecieron 37 turcos (38 según otras fuentes) y 9 fueron presos por los monjes cuando alcanzaban a nado la costa. Los demás navíos atacantes, viendo la suerte que habían corrido sus compañeros, dieron media vuelta y se batieron en retirada.
La hazaña de los monjes artilleros de Oya llegó hasta la corte del Rey Felipe IV, que premió a los defensores de esta población gallega otorgando al monasterio el nombre de “Santa María la Real de Oya”. Los monjes continuaron haciendo de vigías y defensores de Oya hasta bien entrado el siglo XVIII, y aunque aquellas agrestes costas siguieron acechadas por turcos y otros enemigos, ya no volvieron a presenciar un hecho de armas de tal calibre como el protagonizado por los monjes artilleros en 1624.