JUNTO AL MAR MENOR.
El cuento de nunca acabar. Cultura aprueba el proyecto de Hansa Urbana para restaurar el monasterio y un inquilino exige determinados derechos
JOSÉ MARÍA GALIANA
El hombre, favorecido por la existencia de manantiales, bosques y dos mares que le proporcionaban alimento, habitó estas costas desde hace 15.000 años. Restos arqueológicos demuestran que durante la cultura argárica (siglo IV a.C.) los bosques frondosos alcanzaban las orillas del Mediterráneo en el Mar Menor, y que las cabras montesas, halcones y aves de cetrería se asomaban al mar desde los acantilados de Calblanque. Antes y después, fenicios, griegos, cartagineses y romanos encendieron hogueras en este enclave sumamente estratégico, doblaron el cabo de Palos y cargaron sus naves de plata extraída de la sierra de Portmán.
La cita más antigua sobre la existencia de un monasterio a orillas del Mar Menor se remonta al siglo IV. En ella se atribuye al eremita Paulo Orosio, discípulo de San Agustín, su llegada desde África con el propósito de edificar un oratorio en el monte Miral, derivación de mineral, que aún se ven restos de ermitas, herrerías romanas y minas excavadas en sus laderas: «En la playa del mar de Cartagena, a tres leguas de la ciudad, en unos montes de gran amenidad, fundó un convento agustino fray Paulo Orosio».
El monte Miral, también nombrado cerro de San Ginés, se alza al oeste del Mar Menor, entre Alumbres, Llano del Beal y Cabo de Palos, distante unos once kilómetros del citado monasterio. Alcanza una altura de 230 metros y tiene un notable interés geomorfológico por el proceso de karstificación, mineralógico (hay criaderos de hierro y manganeso) y antropológico si se tiene en cuenta la proximidad de Cueva Victoria, en cuyo interior se han encontrado restos de excepcional interés cultural.
Con ocasión de un voraz incendio entre el siglo VIII y IX, se menciona a San Ginés y se describe el Campo de Cartagena «muy poblado de munchas cosas, e poblaciones e torres, e munchas arboledas de munchas naturas, que avía en él más de dos mil vezinos e munchos naranjales e frutales. E vn día de mannana, vn hombre pegó fuego a vn rastrojo de los que y poblauan, e de aquél pegóse a otros rastrojos, e non lo pudieron apagar, e quemó fasta çien casas, e quemó, entre hombres e mugeres e criaturas, más de trezientas personas por quanto el fuego fue de noche, el ayre era muy grande e el fuego fue a tamaño. (.) Algunos fuyeron a San Ginés, e otros a Lorca, e otros a Todomir, otros a Orihuela, otros a la sierra)».
La fama de san Ginés se propagó por los contornos hasta que, a mediados del siglo XIII, el lugar fue declarado santo y se convirtió en centro de peregrinaje. Juan Chacón, adelantado del reino de Murcia, reconstruyó el monasterio y alentó la celebración de festejos y romerías que se celebran cada 25 de agosto.
Lo que subsiste de este monasterio medieval fortificado se levantó en el siglo XVI sobre un eremitorio de origen árabe. En 1541, el papa Paulo III otorgó culto y advocación al monasterio de San Ginés de la Jara. Con las donaciones de los peregrinos se construyó el claustro y la iglesia, y posteriormente se adquirieron los terrenos colindantes.
Fueron los años de máximo esplendor. Juan Chacón, Adelantandado del Reino de Murcia, obtuvo del papa Inocencio VIII una bula con la facultad de construir allí una casa convento y se recibieron importantes donaciones del infante don Juan Manuel, don Juan José de Austria, hijo de Felipe IV y las de Carlos II, que incrementaron su patrimonio histórico artístico.
A mediados del siglo XVIII Pascual Madoz lo describió así: «El antiguo convento de San Ginés de la Jara perteneció a la reforma de Recoletos de la orden de San Francisco. El edificio, la iglesia y la hospedería están dentro de un cercado que llaman El Real, con una parte de huerta plantada de naranjos y árboles frutales, regados con las aguas de tres nacimientos de dichos montes, siendo medicinal uno de aquellos, y para tomarlas hay construidos baños que son frecuentados por las personas que moran por aquellos contornos».
Con la desamortización de Mendizábal, en 1835, el monasterio pasó a manos de las familias Starico, De la Cierva, Fajardo, Burguete, LLovera..., realizándose desafortunadas obras de remodelación que no respetaron su estructura arquitectónica e incluso provocaron con su abandono (caso de los actuales propietarios) la ruina del edificio.
De «aquellos montes de gran amenidad», de aquel paraje boscoso salpicado de manantiales -uno de ellos de agua termal-, sólo quedaba el huerto del monasterio de San Ginés de la Jara, el único monasterio medieval que se conserva en la Región víctima de un alto grado de deterioro. Ya ni eso. Quince años después no queda el huerto del monasterio ni las palmeras, muchas de ellas quemadas, a pesar de que en 1984 fue declarado monumento histórico-artístico. La incoación de un expediente sancionador al propietario impidió su total destrucción.
El proyecto para rehabilitar el edificio trae a la actualidad el olvido de que ha sido objeto desde el último tercio de siglo XX, ante la pasividad de los responsables culturales que, en 1992, cuando el expolio ya se había consumado, lo declararon BIC con categoría de monumento; monumento a la desidia, cabe precisar, pues aún está por ver que alguien ponga un ladrillo.
fuente: Evasion