A mi padre, eso de que el gobierno le dé, por activa o por pasiva, hasta 2.000 euros para comprarse un coche nuevo le trae sin cuidado: “Si luego te suben el precio, nene, ¿de qué me sirve?” Tiene un troncomóvil por coche (algo que he de reconocer que me inquieta a la par que no me gusta), aunque cierto es que su radio de conducción se ha limitado mucho en el último tiempo, apenas por la ciudad y el camino que separa nuestra casa de unas tahúllas que posee a las afueras. Puede que sea esa aurea de sabiduría que te da la vejez (la vida ya vivida) la que haga de nuestros mayores los más escépticos de todos los ciudadanos. La experiencia de tiempos pasados los ha curado de espantos, y ellos siguen a lo suyo, con el pensamiento que lo que no consigan con su propio esfuerzo no se lo va a regalar nadie. Y, en verdad, tienen razón.
Pero, mi padre no me llamaba por la noticia de los 2.000 euros, si no para hablarme de lo que había escuchado en la radio, mientras descansaba a la sombra de un albaricoquero. Me contaba que Zapatero había prometido en el debate del estado de la Nación un ordenador por cada niño y una pizarra (“digital, dice”) para cada aula a partir del mes de septiembre.
La medida llama muchísimo la atención, desde luego, pero a uno le asaltan las dudas cuanto más medita el tema y lo único que ve son inconvenientes por encima de las ventajas (que serán muchas).
Por ejemplo, que los docentes tendrán que adaptar en tiempo record sus programaciones a los nuevos recursos informáticos. No todas las materias se prestan con igual facilidad a ello, como por ejemplo, la educación física o la música. Por otro lado, si los ordenadores que va a repartir el gobierno utilizan el lamentable Windows de Microsoft, apaga y vámonos, porque los docentes se pasarán más tiempo resolviendo problemas técnicos que dudas académicas. Y esto va asociado al gasto en programas, periféricos, al gasto en mantenimiento de los equipos…
¿Qué pasará si un alumno pierde o rompe un equipo? ¿Cuál será el tiempo de respuesta en su reposición? Porque no vamos a discriminarle sin hacer lo que hacen los demás (que, para colmo, es trabajo doble). ¿Necesitará internet en casa? ¿Podrá permitírselo la familia? Y, hablando de familia, ¿controlará la familia el uso que su hijo/a haga del equipo informático zapateriano?.
Sin llegar a terminar de pensar en esto, mi padre continúa con su cotilleo y me tira la pullita preguntándome si había “oído lo de la vivienda”. Obviamente no, porque estaba trabajando. A mi padre le da igual el signo político del gobierno mientras quien gobierne lo haga bien y haga lo mejor para el país. Pero hace ya un tiempo que la cosa no ha mejorado en cuestión de vivienda.
Mezcla el derecho a la vivienda con el derecho al trabajo, comentando que ahora se dan cuenta de que la economía y, por qué no decirlo, la vida de una familia no puede basarse en el ladrillo. Porque el ladrillo ha hipotecado a miles de familias hasta las cejas, ha explotado a trabajadores que han sido despedidos sin ninguna piedad, ha conseguido que espacios protegidos dejen de serlo de la noche a la mañana para construir urbanizaciones, resorts, campos de golf y hoteles; el ladrillo hizo que reformar el cuarto de baño decentemente sea una obra faraónica (por su coste) o que tengas que amueblar toda tu casa utilizando la llave strungen (y dudando todos los días durante un tiempo sobre la calidad de los muebles que has comprado).
Ahora se dan cuenta de que hay que apostar por la educación y la investigación, porque el ladrillo ha dado dinero a los cuatro magnates del ladrillo y punto, sumiendo más en la miseria a la ciudadanía.
“De repente, nene, –concluye mi padre- nos van a cambiar el país; que no lo va a conocer ni la madre que lo parió, vamos”.
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