La anáfora la inventó Dios, y no es blasfemia. Lo dice el Génesis. “Dios creó al hombre, y lo hizo a su imagen y semejanza”. La anáfora es repetir. No innovar. Anafóricos son los poemas que comienzan cada estrofa por un mismo idéntico verso: “Volverán la oscuras golondrinas… Volverán las tupidas madreselvas…”. Aunque eso sea sólo media anáfora. Vale de ejemplo. Ya lo entienden, Dios también fue medioanafórico. Pues nosotros, los humanos, no es que saliéramos omnipotentes, como Él. Pero, en fin, así dijo que nos hizo. Por lo menos al primero de todos, a Don Adán.
La anáfora tiene el secreto en que encuentra el camino hecho. Y eso gusta mucho al lector/oidor de poesía. Incluso en la prosa vale la anáfora. Shakespeare la usa en el discurso de Marco Antonio sobre el cuerpo de César, ese que termina todas sus cláusulas con el latiguillo (anáfora): “Pero Bruto es un hombre honrado”. Los circunstantes pillaron en seguida el sarcasmo, y entendieron lo contrario, que era lo que pretendía el pillín de Marco Antonio. La anáfora está en los mejores poetas del mundo, a través de todos los tiempos. Se lo aseguro. El poeta anafórico repite el verso, pero no enseguida, y los lectores ya saben que ese verso es bueno, porque el poeta, que sabe, lo repite. No lo gasta y ya está. A la par, les hace a ellos entendidos. Y, entonces, todos contentos. Y la anáfora se consagra como recurso poético inmortal.
Dicen los sabedores de la Comunicación, que es disciplina que no existía en la Escolástica de cuando Santo Tomás de Aquino, que para que entendamos algo, tiene que haber en el mensaje que recibimos un 50% mínimo de redundancia con lo que ya sabemos. O sea, que para que captemos algo del mensjae recibido, ese algo ha de ser anafórico con lo que tenemos dentro de nosotros o en parte, por lo menos. Un discurso con 0% de redundancia o anáfora es escuchar un discurso en chino, por ejemplo, sin anglicismo alguno. Y ya sé, escandalizados sabedores, que anáfora y redundancia son sólo primas, que no hermanas. Ya lo sé.
Los del 27, para reírse de los modernistas, a los que desalojaban del Parnaso, decían que de la frase de Rubén Darío: “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, del Responso a Verlaine, del poeta nicaragüense, sólo entendían el “que”. Sólo esa palabra -vacía por demás; su valor, que no significado, es relacional, no semántico-, únicamente la palabra “que”, les redundaba anafóricamente en su acervo idiomático, decían. Eso era mentira. Yo, que sólo soy medio listico, supe el significado entero desde la primera vez que la leí. Los del 27 sólo querían chinchar a los rubenianos. Luego, todos ellos redundaron, sobre todo en Góngora, en Lope, o en el Cancionero popular castellano. Pero se trataba de linchar al padre. Cosa que hicieron muy bien. Negociazo que gestaron, oye.
Bueno, pues ya está. De Dios al 27, ahí tenemos siempre de guardia a la anáfora, superviviendo a todos.
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