El día en que perdí la gracia del mar en mis ojos, había salido, a la tarde, a contemplar el dorado ocaso de un estío, en un día muy azul, sin viento. Llegué hasta la vieja bocana que cerraba la rada, en el terminal del espigón, cabe el faro chico que marcaba la entrada al puerto.
Enseguida divisé el pintoresco paquebote que todos habíamos visto atracado en el muelle de visitantes días atrás. Era un viejo barco, de toldos a popa, alta chimenea fosca y bajo castillo central. De sus paredes externas colgaban rojas ruedas de salvamento. Era blanco, el color de los atuendos de las gentes elegantes de cualquier balneario de la Europa Central de la Belle Époque. En plena temporada estival por supuesto. Las barandas de la cubierta, blancas también, eran finas, férreas, muy estilizadas.
Enseguida divisé el pintoresco paquebote que todos habíamos visto atracado en el muelle de visitantes días atrás. Era un viejo barco, de toldos a popa, alta chimenea fosca y bajo castillo central. De sus paredes externas colgaban rojas ruedas de salvamento. Era blanco, el color de los atuendos de las gentes elegantes de cualquier balneario de la Europa Central de la Belle Époque. En plena temporada estival por supuesto. Las barandas de la cubierta, blancas también, eran finas, férreas, muy estilizadas.
Había zarpado lentamente, como sin hacer ruido. Un leve humo transparente, que azogueaba el aire, escapaba de su alta y antigua estufa negra. Las aguas apenas dejaban la natural quietud de aquel día sin viento, al ser surcadas por la leve y ancha proa del barco. No signaba nombre alguno en las amuras. Tan sólo una matrícula de iniciales que supuse francesas, acaso belgas. Imaginé que en el espejo, bajo la popa, que adivinaba ancha como replaceta de aldea galana, vendrían caligrafiadas las letras del encantador paquebote.
Salió un marinero, de camiseta de rayas azules, horizontales., con pantalones blancos. Y se dispuso firme, piernas abiertas, brazos atrás, delante del castillo, como para avizorar peligros, ahora que salían a mar abierto. Yo estaba en la bocana misma del puerto, a donde había ido a matar la tarde, mirando el sol del ocaso. Pero aquella víspera me deparó un milagro. Los ojos de buey de los camarotes, velados estaban por cortinajes de beig coloración. Ni uno solo se hallaba descorrido. El barco seguía pasando interminable y hermoso, en los pocos segundos de tiempo del mundo en que tardó en pasar. Una eternidad para mis ojos, que volvían a un pasado que nunca vieron. Un principio de siglo añejo, que extrañamente volvía para solaz y sonrisa de mis ojos.
Las alturas del castillo, de un solo piso, no mostraban señales de tecnología al uso, de rádar o cosa parecida. Una buena brújula y un sextante bastan al buen marinero. No me pregunté por las comunicaciones. La sólida belleza blanca del exacto paquebote era suficiente razón de marinería para existir. Poco a poco iba pasando la blancura de maravilla. Yo temía que acabara. Y supliqué al dios del tiempo detuviera sin pararlo aquel lapso que me transportaba hacia un tiempo atrás de orden y elegancia impar.
Por fin, comenzó a surgir la popa. El toldo, armado con barras de corte similar a la barandilla de los laterales, era asimismo blanco, aunque algo ahuesado como corresponde a la lona usada. Y ocupaba la mitad de toda la parte posterior del barco.
Lo primero que vi fue un sillón de mimbre, de ancho respaldo. Estaba ocupado por una dama. Una pamela malva de amplias alas sobrepasaba la herradura de artesanía del feble y apuesto sillón. Un pañuelo de ambarina tonalidad ataba la pamela de copa a barbilla, volando por los laterales. Hacia los brazos del mimbreado asiento, los dos codos, enfundados en brazo de tubo color marfil de la dama, prometían acabar en unas manos que mantuvieran lectura de tono y mérito. Manos acaso enfundadas en guantes de impoluta albaridad. En la mesa de servicio, frente a la dama, una alta copa de fino cuello encerraba un dorado líquido que adiviné champagne.
En eso, la femenina figura recogió el libro. Antes de posarlo en la mesa, pude ver su portada: Konstantino Kavafis, Poemas. Luego se levantó. Cogió delicadamente la copa por el fino cuello, y se dirigió con ella a la misma baranda de popa. Allí, mirando el puerto dejado atrás, levantó el cristalino cáliz. Sus ojos eran negros, profundos, hermosísimos... Torció el rostro, y me miró sonriendo. No pude sostenerle la mirada. Después bebió.
Fue entonces cuando pude leer el nombre del barco: “À la recherche”. Una enorme bandera belga colgaba vertical, tapando alguna sílaba del cartel, claveteado con remaches.
Cuando levanté la vista, no había barco. No había dama, no había nada. Tan sólo mi desconsuelo infinito. Ni la estela siquiera. Nada. Aire tan sólo. Nada.
Muchos otros ocasos de estío he vuelto al paseo del faro último, por ver si retorna el barco de la misteriosa dama de ojos negros, que leía a Cavafis en un barco de nombre proustiano, y me sonreía. Pero, nunca lo he vuelto a ver. Y mis ojos en el vacío errarán por siempre, sin que nada pueda consolarlos. Pues por no responder a una mirada, perdieron la gracia toda de la mar, que hasta entonces tenían como cosa propia que siempre habría de durar.
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