"La nave del Magister se va perdiendo en el horizonte de la rada. Dentro de poco aparecerán los bárbaros por delante de estos embarcaderos de Justina, antes llamada Carthago Spartaria. Sólo quedo yo, defendiendo la última plaza del Imperio Romano, tan al Occidente. Huye el Magister y su pequeña corte de lacayos y servidores, funcionarios del Imperio. En algunas semanas desembarcarán en Constantinopla, y darán cuenta de cómo se ha perdido la provincia hispana... Pero no es mi cuita ésa. Sean felices, libres y poderosos, si tal es el deseo de los dioses. Mi destino es otro. Ha de ser morir aquí, no defendiendo lo que ya está perdido. La hueste de Suintila ha quebrado la resistencia de la muralla, y viene hacia aquí. El puerto es lo único que les debe quedar. Los humos que por doquier asoman en la ciudad denuncian el saqueo. No nos rendiremos. Un mitraico como yo le debe todo a la valentía, al arrojo y al pundonor. La misión es resistir hasta que el barco del Magister sea inalcanzable por mar. Luego, tengo permiso de rendirme, pero no lo haré. Ni yo ni estos veinte hombres a los que comando. Un día fui ungido, secretamente, por el taurobolio. Eso me consagra como Hijo de Mitra. Muchos creen que se ha perdido, con el Cristianismo, el culto militar a Mitra. O que fue cosa de Occidente. Tengo muy viva todavía, la imagen de la sangre del toro, mugiendo horriblemente, deslizándose caliente, muy caliente, por todo mi cuerpo, desnudo bajo las tablas cruzadas que, por arriba, del sagrado animal me separaban. Ocurrió en Rávena hace ya tiempo. Desde entonces, Mitra es el orden en mi vida. Como lo fue de Adriano, Emperador, y de muchos otros centuriones romanos. Mi hermano de guerra, allá en el desierto sirio, me inició en el culto a Mitra, la deidad tauróctona que sangrando al toro da la vida al mundo. Y Mitra ordena valentía con serenidad, con decisión y sin alarde de temeridad alguno. Sé bien que cualquiera de esos visigodos que aúlla mientras viola a las romanas que han quedado en Justina, será quien atraviese mi cuerpo hasta que muera. Pero antes, sin odio, mas con decisión, habré defendido esta plaza y este puerto para la auténtica sucesora de Roma, que es Constantinopla. Mitra me ordena defender a Carthago Spartaria y mantenerla romana el mayor tiempo posible. Y eso voy a hacer. Soy jefe de hombres. Unos hombres que no tienen mi fe mitraica, pero para ellos poseo el carisma del jefe de hombres. Y me seguirán a donde yo vaya. Jamás he hablado a nadie de mi fe. Cristiano soy para todos... ¡Son tan parecidos Cristianismo y Mitraísmo! Acaso haya faltado a mi deber de proselitismo, y muera conmigo el último mitraico. Si es así, sepan todos quién fui. Atado al cuello llevo colgado una imagen en marfil de Mitra montando al toro y degollándolo. Algún visigodo me lo arrebatará ya muerto. Pero la procedencia del medallón, orlado en oro, para quienes saben, les dirá que defendiendo la Provincia Bizantina de Hispania, en su último puerto, murió el último seguidor de Mitra. Ningún soldado romano y mitraico quedó en Occidente. Y en Oriente, ninguno nuevo hallé en mi amplio deambular por las tierras del Imperio. Hace ya tiempo que asistí, en un mitreo de Sicilia, al último ágape de la hermandad. De todos los que allí estuvieron, de todos sé que han ido muriendo, en batalla o en el lecho. Conciencia tengo plena de ser el último mitraico. Pero eso ya es Historia. Ya suenan los alaridos de los bárbaros. Ver que un barco huye los pondrá furiosos. Lo imaginarán, y acaso acierten, lleno de riquezas. Mejor, eso nubla la razón y entorpece los músculos. Mi brazo y los de los de mis compañeros de armas harán que esta tierra hispana, siga siendo romana unas horas más..."
Santiago Delgado
Santiago Delgado