Federico Quevedo - 11/12/2010
Hace unos años el hoy vicepresidente primero del Gobierno y ‘chico para todo’, Alfredo Pérez Rubalcaba, calificó a quien fuera ministro de Fomento, Rafael Arias Salgado, de “inútil total” por unos simples retrasos en los vuelos del aeropuerto de Barajas. El pasado jueves, el líder del PP recurrió a aquellas palabras de Rubalcaba para decir sin decir lo mismo del actual ministro de Fomento, José Blanco, tras la espantosa gestión que éste ha hecho del conflicto laboral que le enfrenta con los controladores aéreos. Rajoy lo hizo bien, de hecho casi todo el mundo ha valorado su intervención del pasado jueves como una de las mejores que se ha escuchado en el Parlamento en los últimos años, y es verdad que el golpe de efecto de las palabras de Rubalcaba sobre Arias Salgado logró su objetivo y dejó a los bancos de la izquierda con un palmo de narices mientras estallaba el aplauso en los de la derecha. De la anécdota, sin embargo, queda en mi opinión un poso amargo, una sensación sin duda objetiva de que las reglas del juego no son iguales para todos, que la izquierda ha conseguido apropiarse de unos derechos que se le niegan sistemáticamente a la derecha, y ésta tiene que recurrir muchas veces a subterfugios para poder responder a sus adversarios, sino con la misma moneda, sí al menos con alguna aunque sea de inferior valor.
He buscado en las hemerotecas, y cuando Rubalcaba dijo aquello del primer ministro de Fomento del Gobierno de Aznar, no pasó nada. Absolutamente nada. Si Mariano Rajoy no hubiese recurrido a la trampa de utilizar esas palabras de Rubalcaba para definir a José Blanco como lo que verdaderamente es, un inútil total, aquí se habría montado la de San Quintín… Pero, realmente, Blanco es un inútil, un absoluto incompetente y un caradura redomado, ¿por qué no se le puede decir? ¿Qué derecho tiene la izquierda a insultar, recurrir a la demagogia, mentir, cambiar de opinión de un día para otro, sin que se le pueda echar en cara, y sin embargo a la derecha se le eche siempre la culpa de todo sin contemplaciones? Y la derecha, ¿por qué siempre reacciona atemorizada, como si por quejarse le fueran a despojar del carné de demócratas, carné que, por supuesto, otorga en exclusiva la izquierda no se sabe porqué narices? No hace falta hacer un recorrido por todas las veces que la izquierda le ha echado la culpa a la derecha hasta del pecado de Eva y la muerte de Manolete, basta con un último ejemplo que ha sido de lo más sangrante, protagonizado por el inefable Gaspar Zarrías, al que se sumó otro sinvergüenza desterrado ya a Europa pero que intenta hacer méritos para volver, llamado Juan Fernando López Aguilar. Ambos acusaron al PP, de connivencia con los controladores aéreos, incluso de haber preparado conjuntamente con ellos la huelga salvaje del puente pasado, supuestamente para derribar al Gobierno de Rodríguez.
La derecha puede equivocarse en su gestión de las cosas, cometer errores a veces graves, pero nadie me podrá demostrar doblez en ninguna de sus acciones
¿Qué va a hacer el PP? Pedir su reprobación. Está bien, pero permítanme que les diga que me parece insuficiente. Ya se que desde el punto de vista parlamentario se puede hacer poco más, pero un impresentable como Zarrías se merece que alguien le haga probar de su propia medicina, que le investiguen hasta los calzoncillos porque mucho tiene que esconder este personaje por cuyas manos ha pasado toda la corrupción socialista de Andalucía, este perfecto analfabeto funcional que, sin embargo, ha actuado como un virrey en el califato andaluz de Manuel Chaves, perseguidor de periodistas, sectario y prepotente. ¡Si hasta Duran i Lleida le echó en cara su osadía! Lo menos que puede hacer el PP, además de reprobarle, es un vacío absoluto, negarle hasta el saludo mientras no se retracte de su calculado exabrupto. Acusaciones como la de Zarrías, por otro lado, son moneda común en la izquierda, ¿o no recuerdan cuando, después del 11-M, Almodóvar se inventó que el PP quiso dar un golpe de Estado? Pues bien, ¿saben lo que realmente se planteó aquellos días? Decretar un Estado de Alarma, pero precisamente fue la más que segura reacción sobredimensionada de la izquierda lo que echó para atrás la idea, ¡pues estoy esperando a Almodóvar y compañía ahora que ha sido un gobierno de izquierdas el que ha recurrido a una demostración de fuerza para tapar un agujero! Pero no, hay cosas que la izquierda las puede hacer, y si las hace la derecha son motivo de señalamiento y durísima reprobación.
¿Por qué? ¿Cómo se ha arrogado la izquierda este derecho a otorgar certificados de buena conducta democrática a los demás? Precisamente ellos, que vulneran sistemáticamente las leyes, que pisotean el Estado de Derecho y retuercen la Constitución a su antojo… La derecha puede equivocarse en su gestión de las cosas, cometer errores a veces graves, pero nadie me podrá demostrar doblez en ninguna de sus acciones. La izquierda, sin embargo, nos acostumbra a que lo que un día es negro al siguiente sea blanco, al engaño, la mentira y la manipulación… Siempre encuentra a quien echar la culpa de sus propios errores, como aquel que andaba perdido y preguntó a un lugareño dónde se encontraba, a lo que el interpelado respondió dándole las coordenadas exactas… “Usted es de derechas”, le dijo el primero. “Sí, ¿por qué lo dice?”, contestó el lugareño. “Pues porque me ha dado la información que le he pedido pero sigo perdido”. “Y usted es de izquierdas, ¿no?”, dijo entonces el lugareño, a lo que el otro asintió con un “¿cómo lo sabe?”. “Pues porque tenía que ir a algún lugar y se ha perdido, va a llegar tarde a su cita y encima ahora la culpa la tengo yo”. La izquierda actúa permanentemente asentada sobre un ejercicio de filibusterismo político nauseabundo, según el cual ellos lo hacen siempre todo bien y son los demás los que les conducen a sus errores. Gracias a eso, han conseguido ser los campeones de los crímenes contra la humanidad sin que nadie se lo eche en cara ni les obligue a pedir perdón. Y ese, en definitiva, es el gran pecado de la derecha: haberse dejado acomplejar hasta el punto de permitir que la izquierda le restriegue por sus narices esa falsa superioridad moral que les acompaña a todas partes, pero que no es más que puro y letal totalitarismo de la peor clase.
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