Cada mil años, o según algunos cada millón de años, a la luna se le gasta su luz de plata. A la luna llena, que tanto misterio esparce por las tierras todas y los mares del planeta. Cuando se va a cumplir tal plazo, desde el Cabezo Gordo, en el llano del Campo de Cartagena, se levanta un ave portentosa, hecha en piedra, pero que enseguida se metamorfosea en plumas de color ceniza, ojos de fuego virgen y pico y garras de oro viejo. Es un ave gigante, que duerme bajo la piedra del Cabezo, que, precisamente por ello, tiene esa forma de alas extendidas que flanquean orgullosa cabeza y pico mirando hacia arriba.
Sucede en algún amanecer de otoño, cuando la niebla se apodera de todo el Mar Menor, y el sol aún no sale por el horizonte oriental. Entonces, una luz difusa, blanquecina y tenue, invade todo el paisaje. Con silencioso estruendo resurge el Ave de Piedra, y cuando ya ha salido por completo de la roca, torna en materia de ave, ágil, poderosa y valiente. Cruza todo el llano y se pierde en la noche occidental, mientras todos duermen aún, con el tiempo cesante en un misterioso cuánto hurtado a Cronos. Al poco, regresa con la luna, apagada o a punto de pagarse, entre sus garras. La luna ha tornado menguante dentro del mismo portento del conjunto de avatares que narramos. Llegada al Mar Menor, desciende sobre la bruma quieta del lago y procede a mojar la selénica carga, ora sumergiéndola, ora rodándola sobre la tersa superficie de las aguas, que no inmutan su apaciguado status. Durante eternos minutos detenidos, el Ave de Piedra baña la luna, desde las salinas septentrionales del Mar Menor hasta el Cabezo de la Fuente, meridional extremo de este milagro de acuosa plata.
Al cabo, cuando ya la aurora de rosados dedos anuncia su inminente presencia, el Ave de Piedra torna a las aún oscuras hespéricas latitudes, allende los anchos océanos, y vuelve a dejar a la luna donde la cogiera en el intervalo de tiempo detenido en que ha transcurrido todo. Vuelve, y posándose majestuosa y obediente con su sino, retoma la aguerrida postura en que todos la vemos al pasar bajo sus alas, revestidas de piedra y de tierra, obediente a la ley inexorable del paisaje mediterráneo nuestro.
Y luego, a la siguiente luna llena, la plata del Mar Menor baña por mil años más –o por un millón según otros- la tierra toda, y los mares, del planeta. Vale.
© Santiago Delgado
Sucede en algún amanecer de otoño, cuando la niebla se apodera de todo el Mar Menor, y el sol aún no sale por el horizonte oriental. Entonces, una luz difusa, blanquecina y tenue, invade todo el paisaje. Con silencioso estruendo resurge el Ave de Piedra, y cuando ya ha salido por completo de la roca, torna en materia de ave, ágil, poderosa y valiente. Cruza todo el llano y se pierde en la noche occidental, mientras todos duermen aún, con el tiempo cesante en un misterioso cuánto hurtado a Cronos. Al poco, regresa con la luna, apagada o a punto de pagarse, entre sus garras. La luna ha tornado menguante dentro del mismo portento del conjunto de avatares que narramos. Llegada al Mar Menor, desciende sobre la bruma quieta del lago y procede a mojar la selénica carga, ora sumergiéndola, ora rodándola sobre la tersa superficie de las aguas, que no inmutan su apaciguado status. Durante eternos minutos detenidos, el Ave de Piedra baña la luna, desde las salinas septentrionales del Mar Menor hasta el Cabezo de la Fuente, meridional extremo de este milagro de acuosa plata.
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