Hubo un tiempo de brasero y mesa de
camilla. Yo fui un chico de mandados, y traía picón para el brasero. Mi
generación fue acaso la última, o la penúltima, que fue a mandados o recaos. El
brasero era una cubeta redonda, muy negra, de bordes curvos y con fondo apenas.
El metal de su naturaleza lo desconozco. Llevaba unas asas, diametralmente
opuestas, en los bordes que sobresalían de sus paredes inclinadas hacia
adentro, para asegurar que no salieran las brasas. La vida cotidiana del
brasero constaba de tres etapas: su encendido, su goce y su final.
Quiero
empezar por esto último: cuando, a la mañana siguiente, alzando las faldas de
la mesa de camilla, contemplaba yo la ceniza, masa de feble polvo gris, ya sin
los tropezones de los carbones aún no encendidos. Me daba una tristeza enorme
ver aquellos restos, ya inertes. Muy fríos, si los tocabas. El unte de aquellas
cenizas era un avance, muy inocente, de la muerte.
Su
nacimiento; esto es, su encendido, en mi casa, se hacía en el terrao. Ay, aquellos
tiempos de terraos, en Murcia. Paraíso de niños, con tendederos entre los que
se jugaba a los sustos, y a dejar que las sábanas te envolvieran, empujadas por
el viento. Terrao como altar del sol… Los braseros se encendían con la madera
que, tras morir en llamas, traspasaba el alma de éstas a los carbones,
convertidos entonces en tizones, cuyo ardor silencioso y cálido podía durar
hasta la noche, por la hora de acostarse. Cuando la madera ya no era, robustas
manos ancilares subían por el brasero, todo brasa y todo ascuas encendidas,
tizones, centellas que saltaban tras pequeñas explosiones domésticas. Y lo
bajaban a la casa, donde el redondel bajo la mesa camilla aguardaba para
recibirlo, en un acto de amor, absolutamente casto y hermoso. Allí aguardaba la
badila, una vara como brazo de largo, terminada en amanoso redondel para agitar
las brasas, combinando las aún apagadas con las encendidas. La badila reposaba
siempre fuera del brasero, si no, se calentaba hasta no poder ser cogida por la
mano experta que cumplía el rito de renovar la Fons Caloris. Un
complemento secundario era el sombrero de rejilla, muy esclarecido de red, para
aislar las brasas y tizones de imprudentes manos infantiles. Estorbaba para
manipular el asunto, y a menudo estaba por ahí, ocioso y poco útil.
Pero
lo más grandioso del brasero eran esas tardes como ésta en que escribo, de
marzo, en los amenes invernales, cuando llueve o las nubes bajas raptan el sol
en su calabozo de agua flotante y espesa. Su gloria venía entonces, con las
agujas de punto, con las partidas de parchís, con los deberes escolares de los
infantes, con la novela abierta de Fernández y González, y con la gruesa
pértiga torneada que sostenía la secular tulipa que albergaba la bombilla de 15
watios.
Unamuno
feneció sentado en una mesa de camilla, con brasero. Se quemó el pie, y, ya en
el otro mundo, no se enteró. El fuego de su alma, carbón de brasero quedó, para
gloria del mundo y de la Historia. Hoy añoro el brasero, y desaprecio este calor
difuso que, aunque sabemos de dónde sale, no lo sabemos con la facticidad que
sabíamos la madre del calor del brasero. Fue la última compañía del hombre con
el fuego.
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