Veo en la exposición de Rubens en Madrid, el retrato de la Reina de Flandes (llamémosla así), la hija de Felipe II, Isabel Clara Eugenia. Cuando aprendí quién era en mis tiempos de estudiante, me enamoré de su nombre. Ya me había pasado con Gala Placidia, otra dama que merece texto. Luego, fui aprendiendo sobre ella, aunque no anotaba cuándo. Isabel Clara Eugenia tenía sangre de los Medici florentinos en sus venas. Y Austria, claro. Era la preferida de su padre Felipe II, que la aguantó soltera hasta que pudo. Y la casó con su primo Alberto, un Habsburgo como él -y como la misma Isabel Clara Eugenia-, a la sazón Virrey de Portugal en los tiempos de la unión ibérica.
Esta mujer se casó treintona, y vete a saber por qué, aunque lo más seguro es que sea por la endogamia del matrimonio, no tuvo hijos. Felipe II la utilizaba como secretaria, particularmente de cartas italianas. Su talento y sabiduría en el gobierno de las cosas tenía pasmado a su mismo padre. Sabía italiano no por sus genes médicis, no dan los genes eso, sino por su esfuerzo personal. Al final, no juzgando a ningún príncipe digno de su hija (o acaso para retenerla más tiempo junto a él), la casó con su primo, y le dio como dote la soberanía de los Países Bajos, Bélgica y Holanda actuales. También Borgoña.
Como Reina practicó la tolerancia religiosa, algo insólito en una católica española, que lo era y mucho. La primera vez que salió de España fue para casarse. Se ganó el respeto de los rebeldes súbditos flamencos. Y quedó viuda más bien pronto. Al morir sin descendencia, la corona recién instaurada volvió a España. Y los mentecatos de Felipe III, hermanastro suyo y Felipe IV, su “sobrinastro”, lo echaron todo a perder, enviando a generales torpes y vengativos.
La decadencia española debe mucho a la estúpida manía de gobernarse con la nefasta ley de preeminencia de los varones, que prohibía reinar a las mujeres. Si en vez de Felipe III, hubiéramos tenido a Isabel Clara Eugenia, no sólo para España, también para Europa, hubiera sido mucho mejor.
En el retrato de Rubens, hermano del de su marido, vemos a una mujer vestida de negro. En un primer plano, y a la derecha. A la izquierda, un paisaje con castillo de aquellas latitudes, muy luminoso. Acaso trasunto de la nobleza y firmeza de su personalidad y buen criterio. Y, lo más importante, es que en su mirada hay un desanimo inteligente, diríamos. Una impotencia dolorosa, pero bien sobrellevada. Y encanto femenino, para quien lo sepa ver. Era difícil, muy difícil, gobernar un territorio partidario de la Reforma y próspero como ninguno en Europa. Los españoles eran un ejército saqueador y hambriento, a los ojos de neerlandeses y belgas. Pero ella consiguió ser aceptada. Toda una dama. ¿Podemos decir que en su rostro se adivina que ella juzga imposible para la Corona retener los Países Bajos? Algo así como: “Yo sé que nadie en España va a continuar mi política aquí. Quieren dominar y sojuzgar, no entender y aceptar…”.
Es difícil apreciar en el retrato a una mujer feliz. Fue toda una profesional, en el sentido regio, monárquico, de la palabra. Y únicamente no pudo cumplir con su misión de procrear, evidentemente por causas ajenas a su voluntad. Viuda ya, continuó allí a título de Reina Gobernadora, pero la soberanía volvió a los Austrias castellanos. La tercera dinastía Austria, la de aquellas latitudes, quedó frustrada.
En la muy posible “Historia de las Grandes Mujeres Españolas Impedidas de Ayudar a su País”, Isabel Clara Eugenia tiene un puesto de privilegio. Los españoles fuimos privados de que un talento natural nos gobernara en aquellos tiempos tan difíciles.
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