EL MUNDO publica hoy que la precaria mayoría de seis a cuatro construida sobre el último borrador de la sentencia se ha roto el pasado lunes. Ese día, la ponente Elisa Pérez Vera presentó la última versión del tercer borrador, del que había suprimido más de 100 páginas de fundamentos jurídicos. Varios magistrados se opusieron a la eliminación de esa parte, que, según su parecer, desnaturalizaba el fallo al privarle de criterios interpretativos.
Los atónitos letrados del Constitucional se han enterado de que la presidenta María Emilia Casas no tiene «ninguna prisa» en rehacer ese tercer borrador que refuerce los fundamentos jurídicos de la sentencia. Ello impedirá con toda probabilidad que el fallo esté listo a finales de este mes, como estaba previsto y se había filtrado en algunos medios de comunicación.
¿Habrá sentencia en septiembre? ¿Tal vez en octubre? ¿O antes de las Navidades? Nadie se atreve a pronosticar una fecha, ya que el retraso del Constitucional ha superado todas las previsiones. Baste un solo dato: su presidenta María Emilia Casas y otros tres miembros finalizaron su mandato legal en enero de 2008, pero ahí siguen. Ni PSOE ni PP se atreven a iniciar los trámites de renovación del Constitucional para no provocar nuevas demoras en este asunto.
Estamos sencillamente ante un flagrante incumplimiento de las obligaciones institucionales por parte de estos 10 magistrados, que, en lugar de dar ejemplo de responsabilidad, están demostrando una incapacidad vergonzosa para estar a la altura de las elevadas funciones que tienen encomendadas.
Mientras ellos siguen ajenos a «la agenda política», como dijo hace unas semanas María Emilia Casas, el Parlamento de Cataluña ha aprobado una Ley de Educación que impide a los padres educar a sus hijos en castellano y el Consejo de Política Fiscal ha dado luz verde al nuevo modelo de financiación autonómica, dictado y condicionado por el Estatuto de Cataluña.
Tres años después de su aprobación como ley orgánica por el Parlamento, el Estatuto se ha plasmado en decenas de leyes y decretos de la Generalitat de Cataluña en todos los ámbitos: del comercio a la enseñanza, de la justicia a la organización territorial. Cada día que pasa se hace más difícil deshacer este corpus legal basado en el Estatuto, que va impregnando progresivamente los comportamientos de la sociedad catalana.
La información que hoy publica EL MUNDO apunta a que los magistrados del Tribunal Constitucional llevan muchos meses trabajando en una sentencia interpretativa, que declararía inconstitucionales unos pocos de los 114 artículos recurridos por el PP, pero establecería unos criterios jurídicos para interpretar los demás dentro de la Constitución.
En este sentido, la última ponencia consideraba que la utilización del término «nación» en el preámbulo del Estatuto de Cataluña no es inconstitucional porque se trata de la expresión de un sentimiento que no surte efectos jurídicos. Tampoco declaraba inconstitucionales los artículos referentes al uso obligatorio del catalán en la enseñanza y en la Administración autonómica, precisando que ello debe ser compatible -menuda tomadura de pelo- con el respeto al uso del castellano.
Si el fallo del Constitucional se produce en estos términos, estaremos ante un fraude jurídico en toda regla, ya que no es posible dejar al albur de la interpretación decenas de artículos del Estatuto que contradicen abiertamente y de manera expresa lo que dice nuestra Carta Magna. Por ejemplo -para muestra un botón-, el artículo 110, que señala que las normas de la Generalitat prevalecerán sobre las del Estado en materia de competencias exclusivas, lo que supone cuestionar el principio de soberanía nacional que fundamenta la Constitución española.
Si los jueces del Constitucional no llaman a las cosas por su nombre para no quedar mal ante el Gobierno de Zapatero y sus aliados nacionalistas, van a abrir un nuevo periodo de incertidumbre en el que el propio Tribunal tendrá que dirimir durante años continuos recursos contra las leyes y disposiciones de la Generalitat.
Más les valdría hacer una sentencia clara y coherente con los principios que han jurado o prometido defender. Pero no hay razones para ser optimistas. Los tres años transcuridos ya indican el escaso entusiasmo del Alto Tribunal por mojarse en un asunto del que depende el modelo de Estado. La falta de prisa de María Emilia Casas sugiere que sigue apostando por camuflar la inconcreción en los hechos consumados. Estos magistrados no merecen, pues, ninguna piedad y se habrán ganado los peores reproches si, además de hacer su trabajo tarde, terminan haciéndolo así de mal.
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