Hace más de un año que el desempleo no cesa de crecer a un ritmo jamás conocido, como lo prueba el hecho de que el pasado mes de marzo haya sido el peor de la historia en cuanto a cifras de paro. Y aun cuando estamos acostumbrados a recibir los datos sin pestañear e incluso previendo que todo debe ir a peor, a mucho peor, uno siente cada nuevo dato mensual como un mazazo. Exactamente 123.543 mazazos, lo que me lleva igualmente a la mayor de las impotencias, especialmente al comprobar que no hay ninguna reacción política acorde a la magnitud del problema.
La causa de la impotencia que uno siente es bien simple: cada vez va incorporándose a la indigencia más gente que conozco directamente, sea amigo, vecino o conocido del barrio. Gente que sabe de sobras y que te comenta, de ahí la desesperación que sienten, que una vez agotado el desempleo ya solamente le quedará el recurso de rebuscar en los contenedores. Gente que, si quiere comer caliente, deberá acercarse a los locales de auxilio social abiertos por la Parroquia más próxima o por Cáritas, instituciones de una Iglesia católica especialmente denigrada por el socialismo zapaterino y la inmoral progresía que lo sustenta.
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