sábado, 9 de mayo de 2020

El salvoconducto


        ¡Qué palabra, el salvoconducto! Era toda una clave de aventura en los tiempos de Salgari, Verne y Twain. Una peli en la que “el muchacho” llevaba un salvoconducto era valor seguro de calidad. En donde yo viví ese tiempo llamábamos “el muchacho” a lo que luego en los tiempos industriales y urbanos acabamos llamando el protagonista. Era palabra mágica, la de salvoconducto, que aureolaba al sujeto, que solía ir a caballo. Montar y llevar salvoconducto era el no va más de la zagalería en la que me integraba.
        El salvoconducto era una carta del rey, del gobernador o de cualquier otro baranda, que permitía a su portador seguir adelante sin ser obstaculizado. Era una carta sin destinatario fijo. O con destinatario diverso. Los lectores de la carta debían de acatarla, salvo si era un villano, al que, entonces, el muchacho vencía. Ser portador de salvoconducto era un ir diciendo: “Mira, yo llevo salvoconducto, y tú no, xódete”, aunque fuese más callado que un muerto. Era el escudo invisible que lo protegía. Era una palabra mágica. Esas vocales cerradas, iniciadas por la suavidad de una ese y terminada por esa bélica colusión implosiva de la velar y la dental. De fácil enunciación fundante y ardua coda fonética. Un ejercicio de dicción, en el idioma en que escribo.
        Una portadora de salvoconducto, no regio, sino imperial, fue la monja gallega Egeria, que allá en tiempos previsigodos, cogió el petate, se arrejuntó con tres o cuatro comadres, y con el papelico de su primo Trajano, o Teodosio –no me acuerdo bien–, se fue hasta misma Belén de Judea. Nadie osó detenerla desde el Finisterre hispano hasta Nazaret. ¡Y volvió! Aunque no se sabe si acabó su hazaña, tanto por el salvoconducto de su pariente el Emperador de Roma, o por el pánico de los centuriones de los limes a interrogar a una gallega. Su acentazo galaico del latín debía ser terrible. El caso es que llevó salvoconducto. Aunque lo principal fue su coraje femenino de comerse el mundo en forma de viaje de cuatro años. ¡Y lo escribió!
        El salvoconducto evolucionó a pasaporte, tan aburrido como democrático. Aunque aún te piden visado para ir hasta algunas partes. Lo del visado es querer retomar la prosapia del salvoconducto, pero qué va. No le llega ni a los ácaros de las suelas de nuestros zapatos. En el vuelo a Nueva York todos llevaban visado, claro. Un visado se le da a un pobre, con perdón del rancio clasismo de la frase. Ustedes me entienden.
        La próxima vez que sueñe, iré a caballo, llevaré casacón del XVIII azul cobalto, sombrero de tres picos, espada de a metro, y en un tubico en bandolera, interiormente, llevaré un salvoconducto universal. Lo juro.


Santiago Delgado





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