jueves, 8 de marzo de 2018

Añoranza del brasero






         Hubo un tiempo de brasero y mesa de camilla. Yo fui un chico de mandados, y traía picón para el brasero. Mi generación fue acaso la última, o la penúltima, que fue a mandados o recaos. El brasero era una cubeta redonda, muy negra, de bordes curvos y con fondo apenas. El metal de su naturaleza lo desconozco. Llevaba unas asas, diametralmente opuestas, en los bordes que sobresalían de sus paredes inclinadas hacia adentro, para asegurar que no salieran las brasas. La vida cotidiana del brasero constaba de tres etapas: su encendido, su goce y su final.
         Quiero empezar por esto último: cuando, a la mañana siguiente, alzando las faldas de la mesa de camilla, contemplaba yo la ceniza, masa de feble polvo gris, ya sin los tropezones de los carbones aún no encendidos. Me daba una tristeza enorme ver aquellos restos, ya inertes. Muy fríos, si los tocabas. El unte de aquellas cenizas era un avance, muy inocente, de la muerte.
         Su nacimiento; esto es, su encendido, en mi casa, se hacía en el terrao. Ay, aquellos tiempos de terraos, en Murcia. Paraíso de niños, con tendederos entre los que se jugaba a los sustos, y a dejar que las sábanas te envolvieran, empujadas por el viento. Terrao como altar del sol… Los braseros se encendían con la madera que, tras morir en llamas, traspasaba el alma de éstas a los carbones, convertidos entonces en tizones, cuyo ardor silencioso y cálido podía durar hasta la noche, por la hora de acostarse. Cuando la madera ya no era, robustas manos ancilares subían por el brasero, todo brasa y todo ascuas encendidas, tizones, centellas que saltaban tras pequeñas explosiones domésticas. Y lo bajaban a la casa, donde el redondel bajo la mesa camilla aguardaba para recibirlo, en un acto de amor, absolutamente casto y hermoso. Allí aguardaba la badila, una vara como brazo de largo, terminada en amanoso redondel para agitar las brasas, combinando las aún apagadas con las encendidas. La badila reposaba siempre fuera del brasero, si no, se calentaba hasta no poder ser cogida por la mano experta que cumplía el rito de renovar la Fons Caloris. Un complemento secundario era el sombrero de rejilla, muy esclarecido de red, para aislar las brasas y tizones de imprudentes manos infantiles. Estorbaba para manipular el asunto, y a menudo estaba por ahí, ocioso y poco útil.
         Pero lo más grandioso del brasero eran esas tardes como ésta en que escribo, de marzo, en los amenes invernales, cuando llueve o las nubes bajas raptan el sol en su calabozo de agua flotante y espesa. Su gloria venía entonces, con las agujas de punto, con las partidas de parchís, con los deberes escolares de los infantes, con la novela abierta de Fernández y González, y con la gruesa pértiga torneada que sostenía la secular tulipa que albergaba la bombilla de 15 watios.
         Unamuno feneció sentado en una mesa de camilla, con brasero. Se quemó el pie, y, ya en el otro mundo, no se enteró. El fuego de su alma, carbón de brasero quedó, para gloria del mundo y de la Historia. Hoy añoro el brasero, y desaprecio este calor difuso que, aunque sabemos de dónde sale, no lo sabemos con la facticidad que sabíamos la madre del calor del brasero. Fue la última compañía del hombre con el fuego.









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