martes, 20 de septiembre de 2016

La Antorcha de la Fábrica (Escombreras)


        
         La fábrica era la Refinería de Petróleos de Escombreras. Y la antorcha, el tubo vertical de más de cincuenta metros de alto que expulsaba por su boca superior una llamarada perenne, durante todo el día y toda la noche... salvo cuando, como decíamos todos: "Es que están limpiando las tuberías...".
         Durante todo el periodo de luz solar de la jornada, la antorcha pasaba desapercibida. Era verano siempre que yo estaba allí, y dicho lapso de tiempo era largo. Pero a la noche, la antorcha era entonces la Antorcha. Poco a poco su luminaria, allá en lo alto, marcaba referencia a la vista en el cielo de todo el Poblado. El Poblado era la villa de nueva creación que la empresa (REPESA) había levantado para los obreros, a finales de los 50. El nombre completo, para poner en los sobres de las cartas postales era: Poblado de la Refinería, Valle de Escombreras,Cartagena. Y sí, la llama, tumbada más o menos según el viento, ponía un punto rojo naranjado en los ojos de todos. Nadie podía dejar de mirar algún tiempo, segundos acaso, todos los días, a la Antorcha.
         Yo recuerdo mis primeros insomnios, mirando el resplandor, que a través de la ventana semiabierta, arrojaba la vibrante luz de la Antorcha sobre la ventana de mi cuarto. Aquello tenía, a la distancia que separaba Poblado de Refinería, una luminaria naranja. La ventana dejaba, en su mitad inferior, el hueco vano de la oscilante luz. Y en el superior, las bandas horizontales de la persiana -separadas por el grosor de medio dedo o menos, y unidas por dos férreas piececitas dobles, una a cada lado- subían y bajaban al compás que el viento ponía en la flamarada incesante de la Refinería. Yo veía bailar la proyección de marco y persiana que la Antorcha cineaba en la pared que, por enfrente de mi almohada, cerraba el dormitorio de los hermanos. Y jugaba a desrelativizar los movimientos, y pensar que como en un insonoro terremoto, la casa bailaba frenética, mientras que era la llama quien permanecía estática. No recuerdo haberlo conseguido. En Agadir, Marruecos, habían sufrido un terremoto alguno de aquellos años, y yo pensaba que acaso en la tierra mía, los terremotos fuesen más discretos y piadosos, comportándose como en juego.
         Yo me dormía con el naranja del resplandor antorchero en los ojos, supongo que a altas horas de la noche. Era tiempo de vacaciones, y no importaba abandonar el lecho tarde, hasta cuando llegaba la hora de levantar las camas, dejarlas airearse y reponerlas luego sobre los colchones, justo antes de tener que hacer la comida.
         Y el resplandor de vez en cuando acrecentaba su luminosidad, y de vez en cuando también, la decrecía. Y también el viento que movía el fuego sin quemarse, trasladaba de una noche a otra la pantalla de aquel cine mudo hasta el vano de la puerta, o hasta la esquina interior del cuarto, quebrándose entonces la proyección como en un cuadro de Dalí, los relojes blandos del surrealismo ingenuo de aquel tiempo.
         Si no visteis el resplandor de la Antorcha en las paredes del cuarto donde yo dormía, no podéis saber, creedme, de qué color estoy hablando. Porque no era el naranja de los cítricos huertanos, ni el ámbar del oriente. Era una mezcla de ambos, impregnada del misterio dulce de la infancia última, a pique ser adolescencia. Laus Deo.












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