miércoles, 6 de julio de 2016

Sánchez Dragó recuerda cuando la izquierda perseguía a los “maricas”

"Nadie ha perseguido más a los homosexuales, despreciándolos, tildándolos de enfermos, torturándolos y encarcelándolos, que los partidos y los regímenes de extrema izquierda", afirma Dragó.
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Fernando Sánchez Dragó / EFE
Durante el Orgullo Gay de este sábado se volvió a ver una connivencia y sintonía total entre los representantes del lobby gay y los distintos partidos de izquierda, que desfilaron uno tras otro por 
la marcha. Lleva ya muchos años asociándose a la izquierda con el colectivo gay pero en un artículo publicado en El Mundo que por su interés reproduciremos íntegro, el escritor Fernando Sánchez Dragó recuerda cuando esto no era así y la izquierda era la que perseguía a los homosexuales:
Nunca he entendido por qué la identidad sexual, ya sea homo, hetero, bi, tri, trans, pan (como la mía) o poli, tiene que ser motivo de orgullo, pero celebre cada cual lo que le venga en gana. No es de eso de lo que hoy quiero hablar, sino de la sorprendente afinidad que aún subsiste entre la izquierda, chupona siempre a la hora de arramblar con votos que no le corresponden, y quienes esgrimen la bandera del arco iris.
Lo digo porque, año tras año, los políticos zurdos se encaraman a los carromatos del desfile, saludan desde sus plataformas a quienes desde el asfalto los jalean y son recibidos con vítores, besos y achuchones. La derecha, en cambio, se queda acoquinadita en sus cubiles, e incluso, como en esta ocasión, los organizadores llegan al extremo de advertir a los miembros del PP de que su presencia no es grata. Curiosa actitud si consideramos que nadie ha perseguido más a los homosexuales, despreciándolos, tildándolos de enfermos, torturándolos y encarcelándolos, que los partidos y los regímenes de extrema izquierda.
Aunque es cosa bien sabida y mil veces demostrada, contaré una anécdota elevándola a categoría. No es la primera vez que lo hago. En 1958, miembro yo y otros 17 compañeros del Partido Comunista, y encontrándonos todos en la cárcel de Carabanchel, solíamos recibir en mi celda, que era ágora de apasionadas tertulias, a un raterillo de Málaga, casi adolescente, bonísima persona y prácticamente analfabeto, lo que no le impedía seguir nuestras discusiones en respetuoso silencio, pero con pasión idéntica a la que nosotros vertíamos en ellas.
El raterillo tenía un discreto deje afeminado. Duró ese amistoso toma y daca cosa de un mes. Un mal día, a su término, nos convocó el ceñudo representante del Comité Central para conminarnos a prohibir la entrada en la celda al malagueño. “Nosotros”, adujo aquel animal de bellota estalinista, “somos presos políticos y no podemos aceptar trato alguno con un marica, pues eso nos deshonra a los ojos de la población reclusa”. Y, no contento con eso, exigió que le explicáramos la razón por la que le cerrábamos el paso.
Pues bien: lo hicimos, a mayor gloria de la obediencia revolucionaria, e inmediatamente, cuando ya era tarde, nos arrepentimos. Ignoro lo que fue de aquel muchacho, pero aún me rechina el alma cuando pienso en él. Es la mayor (si no la única) vileza en la que he incurrido a lo largo de mi vida.


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