domingo, 31 de julio de 2016

El Astrónomo Jefe Alfonso X el Sabio

  



Libro del Saber de Astronomía, de Alfonso X el Sabio

           Él mismo, casi no escribió nada, aunque mucho mandó escribir. Alfonso X dejó innumerables testimonios acerca de su patronazgo en las tareas literarias de compilación que, en su reino, por encargo suyo, se hicieron. Le reconocemos algunas cantigas, sobre todo las que narran milagros que él mismo vio o protagonizara; no las que rehacen milagros ya conocidos u oídos a terceros.
           Sin duda que las Cantigas de Santa María, escritas en el gallego de parte de su infancia, las pensó como real halago a La Gloriosa, a modo de compensación de sus muchos pecados. Entre otros, acaso figurase esta su excesiva creencia en los astros. Alfonso X fue mitad astrónomo, mitad astrólogo. Una Iglesia más independiente puede que le hubiera buscado problemas por esa parte. 
           Dicen fuentes “astronomológicas”, que una hija natural de Alfonso X fue a casar con el lejano Khan de la Horda de Oro, uno de los reinos sucesores de Gengis Khan. No he podido identificar a esa hija, a pesar de haber consultado un trabajo exclusivo sobre la descendencia legítima y natural del rey castellano. Eran tiempos de Cruzadas. Los mongoles estaban dudosos entre hacerse musulmanes o hacerse cristianos. Seguían dominando toda Asia hasta casi el Mediterráneo. La Horda de Oro, o Centro del Mundo para ellos (por eso era de oro), tenía su capital en Maraga, muy al norte del actual Irán, casi en Azerbaiyán. Allí, el Khan Hulagu acogió al insigne astrónomo árabe Nasiraldín Tusí. Y construyó un formidable observatorio astronómico. Dado que sus primos seguían siendo gobernantes en Pekín, este Hulagu, o su sucesor Mongka Timur, tenían contacto científico con los astrónomos chinos. Pero, además, parece que, utilizando los enlaces de su supuesta esposa también entabló contacto con la Escuela Astronómica de Toledo, donde los sabios de Alfonso X, partiendo del toledano musulmán Azarquiel (s. XI), habían hecho unas tablas astronómicas casi perfectas, donde se daba cuenta, en sus claves medievales, de todas las estrellas conocidas.
           Bien, pues establecido el contacto entre Toledo, Maraga y Pekín, prácticamente las tres en el paralelo 40, siguieron en tiempo común real los eclipses que alrededor de 1265 se produjeron. Pusieron datos en común, y hallaron que la distancia entre Toledo y Pekín era de 124 grados de circunferencia, dicho en magnitudes hodiernas. La real y verdadera es 121 grados. Prodigioso cálculo, a partir del cual, quedaba claro que si, en lugar de ir de Toledo a Pekín viajando contra el sol, se fuera a favor de él… ¡quedaban ambas ciudades al doble de distancia, 240 grados de circunferencia! Entre las aguas infinitas que se ven desde la costa pekinesa y las asimismo infinitas que se divisan  desde Lisboa, ¿no habría nada de tierra? No se lo plantearon, pues medir la distancia antedicha no era objeto del estudio, sino un resultado colateral. Y es que en las Tablas Alfonsíes, en las de Maraga y en las de Pekín, ya estaba, como consecuencia inmediata, todo lo que, pocos siglos después,Copérnico, Képler y Galileo descubrieran –heliocentrismo incluido- a partir de dichas tablas, que poseían y que estudiaron. 
           Pero a las tres Escuelas Astronómicas les faltó la curiosidad añadida, que no tiene el compilador, y que sí tiene el investigadorLa sabiduría medieval era compilatoria y especulativa, no innovadora. Tenían conciencia de Edad de Hierro, con obligación de restituir todo lo que una cierta Edad de Oro pasada: la Clasicidad Romana, había descubierto. Sólo el Renacimiento trajo la nueva curiosidad. Vale.


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