Arturo Pérez-Reverte.
No se cansa uno de aprender. Crees como un idiota que conoces todos los palos del registro, y los lectores demuestran que van siempre por delante de ti. Por eso teclear esta página me resulta tan instructivo. Por los rebotes. Tal es la razón de que hace unas semanas les contara que, aunque me es imposible responder a las cartas que llegan, leo hasta la última de ellas con el máximo interés. Aprendiendo de nosotros mismos.
Algunos de ustedes recordarán que hace poco hablé de las Navas de Tolosa: la carga de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra contra las tropas almohades de Al Nasir. Batalla decisiva, dije, que apenas figura ya –o no figura en absoluto–, en los libros escolares. Quien me lee sabe que el arriba firmante tiene días gamberros, pero las cosas se las curra. Para eso está la biblioteca. A Las Navas nunca me habría atrevido a ir sin refrescar los clásicos: Ambrosio Hici, el texto fundamental de García Fitz, los dos volúmenes de Lago y González, la espléndida reconstrucción de mi compadre Juan Eslava y media docena de cosas más. Quiero decir que no improviso esas cosas, vamos. No las saco de Wikipedia.
Pero oigan. El retorno postal del artículo ha sido interesantísimo, porque el conjunto de cartas es asombroso. Aquel 16 de julio de 1212, fecha en cuya importancia coinciden todos los historiadores del mundo, hasta los guiris, me enfrenta a una triste radiografía de lo que somos y de lo que nos negamos a ser. Las cartas que agradecen la referencia histórica, las que sugieren libros o aportan opiniones y datos, han sido numerosas. Aunque lo fascinante, esta vez, es el modo en que lectores de buena fe, en cartas inteligentes, respetuosas y documentadas, reaccionan ante los detalles de la historia que yo contaba. Todos, sin excepciones, en función de su localización geográfica: la comunidad autónoma, la ciudad, casi el pueblo de cada cual.
El conjunto es desolador: diecisiete versiones distintas. Sabemos que ciertos detalles de aquel suceso aún son debatidos por los historiadores, y que la unidad lograda ese día iba cogida con alfileres; pero el hecho indiscutible, y ejemplar, es que tres reyes españoles batieron juntos en Las Navas al ejército almohade. Es lo que, sencillamente, yo destacaba en el limitado espacio de folio y medio. Sin embargo, dos lectores leoneses de buena solvencia, picados por que el artículo mencionase la ausencia histórica de tropas leonesas en la batalla –pues, efectivamente, el rey de León no estuvo allí–, me escriben para dejar claro que Las Navas no fue tan decisiva como se dice, que el rey Alfonso VIII de Castilla era –uno lo sentencia expresamente– «un verdadero miserable»; y que si los leoneses aprovecharon el trajín para tomar algunas plazas ocupadas por Castilla, sus motivos tenían. Cosa que, por cierto, no negaba el artículo. Otro profesor, navarro y con prestigio universitario, lamenta que no se destacara en el texto «al verdadero protagonista de la batalla», el rey Sancho VII de Navarra; monarca al que, desde una opuesta óptica castellana, otro lector, burgalés, califica como «rey turbio y poco de fiar». Por supuesto, el papel en Las Navas de Pedro II de Aragón –«el monarca catalán Pere II», matizan desde Tarragona con toda la seriedad del mundo– varía de unas cartas a otras: de «rey caballero» a «oportunista aventurero». Tampoco falta quien rebaja la importancia del enemigo, Al Nasir, que no suponía, sostiene, amenaza para el mundo cristiano, por lo que «habría dado lo mismo que lo derrotaran o no». En lo de quitar méritos tampoco zaguea un lector aragonés, que pone al rey castellano de vuelta y media, afirmando que la fama de la batalla se debe a un proceso de manipulación y propaganda organizado a medias por Alfonso de Castilla –«Guerrero mediocre, derrotado en Uclés»– y el arzobispo Jiménez de Rada.
Y ojo. Esos que cito son los doctos: gente respetable por su cultura y argumentos. En otros niveles, imaginen el percal. Ahí entran a saco lectores más elementales, incluidos algunos que blasonan, osados, de su ignorancia. Uno me reprocha que llame moros a los moros, otro confunde almohades –que eran norteafricanos– con andalusíes, y otro, desconociendo que la palabra Hispania la usaban los romanos, critica «que hable de tres reyes españoles cuando en 1212 España todavía no existía» y propone el delicioso término «reyes de naciones ibéricas». Incluido el pobre indocumentado –joven me temo, con la gravedad que eso implica– que afirma, en correo electrónico, que Diego López de Haro, que mandaba la vanguardia cristiana en la batalla, «no era vasco, pues es mentira histórica que los vascos defendiéramos nunca otra cosa que nuestra independencia de Castilla».
Todo lo cual confirma, una vez más, la vieja sospecha: España no tiene otro problema que nosotros. Los españoles.
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