lunes, 20 de septiembre de 2010

Labordeta, el ayer, el amor y la pena

19 de Septiembre de 2010 - 20:40:04 - Federico Jiménez Losantos


Estaba yo pensando en cerrar el blog –por los que lo copan y anulan a cuenta del 11M, aunque sólo hablan de sí mismos y repiten doscientas veces la misma letanía- cuando se me ha muerto José Antonio Labordeta. He visto comentarios a la noticia en LD del nivel intelectual y moral de un Sopena o María Antonia Iglesias, lo cual también me preocupa por el mal que destilan y por el bien y el talento que proscriben. No del todo, es cierto, pero sí lo suficiente para saberse en mala compañía, para sentirse fatal y no participar en los comentarios o debates. Ya sé que la mayoría de nuestros lectores alfabetizados y no echados a perder por el sectarismo lamentarán su muerte. No porque para muchos de ellos significara demasiado, que no tiene por qué, sino por respeto a lo que tanto ha significado para algunos de nosotros. Y muy especialmente para mí.
Mañana saldrá en El Mundo mi columna dedicada a él, así como una entrevista en La Gaceta sobre nuestra relación. Mejor: sobre la influencia que en los años más delicados, los de la adolescencia, tuvo en mi vida intelectual y moral. En el texto rescatado del prólogo a la inencontrable Tierra sin mar (ver enlace) explico cómo y cuándo encontré a Labordeta. Y cuánto, al margen de nuestras evoluciones políticas, le deberé siempre. Anoche, ya de madrugada, me enteré de su muerte. He dormido poco, que es lo normal en mí, pero he soñado, pensado, rememorado o todo a la vez escenas y más escenas de Teruel, de aquellos maravillosos años, que vaya si lo fueron. En buena parte, se lo debo al Colegio San Pablo al fundador Florencio Navarrete, a los profesores amigos –Sanchís, Jesús Oliver– y muy especialmente a Labordeta. Alguna vez he dicho que fue como un segundo padre para mí cuando, con dieciséis años, se murió el mío. Por lo que, aun esperando su muerte, me ha dolido ahora, veo que no exageré en absoluto.
En una de las entrevistas exhumadas esta noche le preguntan: "¿Apoyaría usted a Zapatero?" Y él responde: "Si es por España, sí, le apoyaría". Esto no encaja con su perfil izquierdista y asimilado al nacionalismo aragonés, pero sí con lo que yo recuerdo de él en la segunda mitad de los sesenta, cuando lo traté casi a diario. Esta tarde he entrado en la página web sobre el Colegio San Pablo y he encontrado demasiadas cosas que me conmueven. Hay alguna foto mía que no sabía ni que existiera (intentaré colgar alguna) y otras de Labordeta que no veía hace tiempo pero que no había olvidado. Hay algo estremecedor en las imágenes de aquellos años luminosos que nunca nos parecieron pobres o menguados, teníamos tantas ganas, tanta ilusión, tanta ingenuidad que la mera evocación nos conduce a la pena: por lo que España está siendo, por lo que va a ser y por lo que ha dejado de ser, que es lo que fuimos. Pilar Navarrete, una de las muchachas inolvidables del Teruel de entonces, escribió en la revista dedicada al 40 aniversario del San Pablo que ver lo que éramos o lo que no sabíamos es hoy –traduzco– de difícil visita e imposible gestión intelectual. Es cierto y no lo es. Llorar por un muerto no lo devuelve a la vida, pero nos acerca a la propia muerte con la piedad anticipada que buscamos y que, como adelanto, dispensamos al que se va, cuando lo hemos querido mucho. O cuando descubrimos que ha sido para nosotros todavía más importante de lo que pensábamos. Llevo todo el día viendo imágenes y leyendo noticias y artículos sobre Labordeta. Y viendo, de paso, inevitablemente, a aquel muchacho que junto a él fui, y aquella voluntad, aquella fe, aquella fragilidad forzosamente conmovedora. Concluyo, pues, este oficio de difuntos. Ya sé que las campanas siempre doblan por nosotros. En Teruel doblaban siempre. Pero desde que supe la muerte de mi amigo y profesor recuerdo los versos de Fray Luis de León:
Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,
el amor y la pena
provocan en mi pecho un ansia ardiente...
Et lux perpetua luceat ei.

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