UNA DE PANCHITOS
Cada vez que voy al Museo Naval paso junto al cuartel general de la Armada, donde los infantes de marina, vestidos con uniforme de camuflaje, siempre son tipos con cara de indio. Eso me dispara la sonrisa cómplice, recordándome Nicaragua y El Salvador, cuando fulanos idénticos a éstos, con uniformes parecidos, se daban estopa con valor y crueldad inauditos. A pesar de las apariencias, esos tíos bajitos con cara de llamarse Atahualpa son extraordinarios soldados, bravos hasta lo increíble, duros y orgullosos de cojones. Lo que pasa es que como son chiquitos y con ese hablar suave, despistan. Sobre todo si van en moto de mensaka con el casco a lo Pericles, o pasean el domingo con la familia por el parque del Oeste. El golpe de vista engaña mucho. Pero quien sepa leer en los ojos de la gente, que los mire bien. Y si no, que lea a Bernal Díaz del Castillo.
Esto viene al hilo de una carta reciente. Comentando un artículo mío, en el que contaba cómo un comanche pasado de agua de fuego me llamó cabrón y del Pepé por llevar corbata, un lector torpe interpretando sujeto, verbo y predicado, concluye con la siguiente frase: «Hay que joderse con los panchitos». Y para qué los voy a engañar. Ese equivocado compadreo me fastidia un poco. Sobre todo porque veo que mi comunicante no entendió una puta línea. Así que voy a intentar explicarlo algo más claro.
En mi opinión, si alguien tiene derecho a estar en España –lo tiene, claro, mucha otra gente– son los emigrantes hispanoamericanos, sean mestizos o indios puros como la madre que los parió. Porque son nuestros, o sea. Somos nosotros. Me troncho cuando aquí decimos que, a diferencia de los anglosajones, los españoles no exterminaron a los indígenas y se mezclaron con ellos. Cuando lees la letra pequeña de las relaciones de Indias, adviertes que los españoles –mis abuelos se quedaron aquí, ojo– fueron a América a buscar oro y a calzarse indias. Y si no exterminaron a los indios, fue porque necesitaban esclavos para las minas y criados para las casas. A cambio, es cierto, los de allí obtuvieron una lengua hermosa y universal. Pero la pagaron cara, y la pagan, con la herencia de corrupción y desbarajuste que la estúpida y egoísta España dejó atrás. Cierto es que llevan doscientos años reventándose solos, sin nuestra ayuda. Pero nadie históricamente lúcido puede olvidar la culpa original. Una responsabilidad que, por otra parte, hace babear a políticos analfabetos y elementales ante golfos populistas que, bajo el poncho de la retórica, tomaron el relevo en el arte de chulear y estafar a su gente.
Ahora vienen, buscando futuro, al sitio natural donde los trae la lengua que se les dio y la religión que se les impuso. Vienen a donde tienen derecho a venir, trayendo sangre nueva, ilusión, capacidad de trabajo, idas y coraje, con la determinación de quien no tiene nada que perder. Llegan como carne de cañón, a comerse los más duros trabajos de esta España con la que soñaron. Su error es creer que llegan a Europa. A un sitio que imaginaban civilizado, culto, con políticos decentes y valores respetables. Pero encuentran lo que hay: demagogia, picaresca y poca gana de currar. leer +>>>>>>>>>>
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